La adopción en nuestro país presenta distintos retos, ya que por la manera en que se da y debido a que hemos sido educados a partir del concepto de la familia tradicional, en la que hay un padre, una madre y un hijo o hija biológicos presentes, a lo largo de los años se han creado una serie de prejuicios y mitos que empañan el tema y que por supuesto influyen para hacer aún más complejo un proceso que por su naturaleza ya tiene sus propios desafíos.
Ya sea por la manera en que algunas veces consideramos a los padres adoptantes en cuanto a las “adversidades” que erróneamente aseguramos enfrentarán al tomar la decisión de llevar un chico o chica de origen desconocido a casa; o por el castigo que moralmente imponemos hacia los padres que por distintas circunstancias dan a su hijo o hija en adopción y que seguramente no la tienen nada fácil; o el dar por hecho que ese pequeño o pequeña que es dado en adopción no se integrará a su círculo social de la misma manera en que otros niñas y niñas lo hacen; de cualquier forma, socialmente hablando, al proceso de adopción lo tornamos complicado.
Este es un tema que, queramos o no, nos concierne a todos como comunidad, ya que todas las personas tenemos derecho a una vida digna, además de que es muy probable que en algún punto de nuestra historia entremos en contacto con alguna experiencia de adopción en la que influyamos de manera directa o indirecta, y que mejor que estar preparados para poder responder a las circunstancias con una actitud asertiva.
Lo primero que tendríamos que hacer como sociedad es transformar esa mirada prejuiciosa que aún en nuestros días persiste hacia la adopción; debemos educarnos, informarnos y asesorarnos, ya que de otra manera difícilmente vamos a lograr que este proceso, que tiene como fin último mejorar las condiciones de vida de las personas, realmente logre su objetivo.
Para lograrlo debemos ser incluyentes y estar abiertos a la diversidad. No podemos seguir pensando que es la familia tradicional la única o la mejor manera de vinculación afectiva entre padres e hijos. Debemos tener la capacidad de integrar las diferencias, en lugar de rechazar e ignorar todo aquello que no es desconocido y que no es similar a nosotros si queremos transformarnos hacia una sociedad más justa y equitativa. El valor de la inclusión debe fomentarse en el hogar y debiera ser uno de los ejes rectores de los planes educativos en los colegios.
En cuanto a la adopción homoparental, es decir, aquella que se da en una pareja cuyos integrantes son del mismo sexo o género; el tema de la adopción resulta aún más complicado, ya que además de los estigmas sociales que la adopción trae consigo, hay que sumarle la discriminación que aún persiste hacia aquellas orientaciones sexuales distintas a la heterosexualidad.
Aquí me parece que el reto más grande consiste en que comprendamos que el amor es un acto de voluntad que no es exclusivo de determinados roles de género, ni de orientaciones sexuales, sino que por el contrario es una elección, por lo que el amor hacia un hijo o hacia otro ser no se encuentra condicionado a este tipo de factores.
Compartir y comparar el testimonio de hijos e hijas de familias homoparentales con el de hijos e hijas de familias heteroparentales, en cuanto a sus experiencias de vida puede ayudar a desmitificar creencias obsoletas al darnos cuenta que en todas los hogares pueden haber tanto buenas como malas experiencias, y que las carencias afectivas las tenemos todos, más allá de las preferencias sexuales de sus integrantes.
Es desafortunado darnos cuenta que en realidad el mayor riesgo de la adopción, en cualquiera de sus formas, es en realidad la discriminación que las familias, que optan por esta alternativa, sufren por parte de la sociedad.
¿No es momento entonces de hacer un alto y cuestionar nuestras creencias limitantes y aceptar que en realidad los que muchas veces entorpecemos un acto de amor tan maravilloso como es la adopción somos quienes estamos fuera del asunto?